Nota de opinión realizada por Pamela Chaia – Docente y Periodista, Especialista en Educación y TIC.

Hacía tiempo que estaban en nuestras vidas, pero más silenciosas. Las Inteligencias artificiales (o AI por sus siglas en inglés) han sido noticia de cuanto medio veamos y captaron la atención de otros ámbitos que no ponían en primera plana lo tecnológico. La educación pareciera que se puso en jaque a partir de ChatGPT, colocando a los y las docentes en un rol más investigativo, casi antiplagio. Los discursos políticos y las campañas evitan caminos que tendrían riesgos de ser transformados por contenido sintético, sorteando así ser una pata más de las fake news. Los propios puestos de trabajo son nombrados como una gran masa con probabilidades de ser reemplazados en el futuro.

Pero, ¿qué es lo que aceleró todo, si las inteligencias artificiales ya convivían con nosotros? A fines de 2022 se dio una especie de revolución liberada a los usuarios para el uso de muchas de las aplicaciones generativas. El registro gratuito habilitado por Open AI para el entrenamiento de ChatGPT fue una de ellas, como así también las distintas plataformas de creación generativa de imágenes, audios y videos, con distintos niveles de complejidad y variaciones de utilización. Otros ejemplos como la funcionalidad práctica del uso de voz a texto, las herramientas de síntesis de textos que simplifican nuestra vida, los traductores y el autocorrector o la aparición de sugerencias con las últimas tendencias en una plataforma de streaming son parte del paradigma de la comodidad que nos da la convivencia con la IA y no renunciaremos a ella. Ya no hay vuelta atrás.

En todo esto, hace muy pocos días, el historiador y escritor israelí Yuval Noah Harari se expresó sobre uno más de los debates entre el bien y el mal de la tecnología, dentro de un marco global de miradas críticas hacia la Inteligencia Artificial: manifestaciones de actores y guionistas de Hollywood en contra de la automatización de guiones, expresiones en contra desde el mundo del arte, la existencia de complicaciones en la economía de los gigantes tecnológicos, etc. Harari insiste en la idea de la diferenciación entre la inteligencia y la conciencia, fenómeno absolutamente observable entre las personas humanas y las computadoras. Las primeras tienen posibilidad de resolver problemas y también de expresar emociones. Las segundas, <las máquinas> solo son inteligentes, claro está, a la vez que dan soluciones, pero no son conscientes de sí mismas.

El miedo apocalíptico que muchas veces se traduce en la consigna del día o en el debate de panel gira en torno a si las máquinas van a tomar el control: ¿Podrían sentir ambición de poder? Para esto, tendrían que tener conciencia, cosa que, según Harari, aún es incomprobable.
Hay un aspecto que el escritor señala cuyo razonamiento podría facilitarse si es que desnaturalizamos el uso de las tecnologías: “Las personas ya están teniendo relaciones muy íntimas con la Inteligencia Artificial, afirma, y eso las vuelve irresistibles”. Según él, como las máquinas no tienen emociones propias pueden enfocar el 100% de su atención en escuchar a los humanos e, incluso, engañar a la persona creyendo que hay una entidad empática del otro lado de la pantalla.

¿Es así? ¿Nos sentimos acompañados e incluso comprendidos por las máquinas? ¿Saben más de nosotros que lo que nosotros mismos nos conocemos?

Las tecnologías, que emergen sin cesar, poseen esta particularidad de fascinación pero que, muchas veces, nos lleva al espanto. ¿Cómo separarse de ello? Muchas de las respuestas se aúnan en la educación y en la mirada crítica hacia su uso, su comprensión y por qué no, el freno que podemos ponerle a la cantidad de horas que interactuamos en nuestra vida diaria.
Esto es así, por ahora, ya que desconocemos cómo se sentirá tener la tecnología cerca en un futuro.