La obra de Mauricio Kartun sobre el cuento “Juan Darién” de Horacio Quiroga puede verse en el Centro Cultural El Séptimo Fuego, y aparece ideal para el espectador juvenil: de hecho, se presenta en funciones especiales para colegios secundarios.

El entramado dramático evidencia a un autor virtuoso, que ha dado densidad al texto original, y logra que los engranajes funcionen. En él, un pequeño tigre es criado por una madre santa, que lo ha convertido en un niño capaz de asistir a la escuela junto a todos los demás.

Podríamos pensarla desde el eje de naturaleza y cultura, pero como somos argentinos, nuestra dicotomía siempre será civilización o barbarie, y los límites fluctuantes que parecen cambiar cada día, como los límites de la selva. Quiroga ha hecho casi un motivo de este borde que representa la picada, el estar dentro de la selva, el pertenecer al lado de adentro, o al costado habitado por humanos, lo que la selva no se ha tragado aun.

El núcleo problemático es lo que hacemos nosotros con el diferente, con el que percibimos demasiado “entigrado”, al que llevamos hasta el bode a latigazo limpio para sacar a relucir la ferocidad adormecida. El entigrado es el integrado, el que debió construirse a imagen de otro. Nunca satisface, porque siempre será el sospechoso, el peligroso, el dueño de la otredad salvaje.

Nosotros, los civilizados, somos sin duda los autores del azote que saca a relucir las franjas negras del animal. No somos la madre que puso al niño salvaje en su pecho, porque ella es arquetípica. Nosotros no amamantamos al cachorro de dudosa prosapia: señalamos quién debe vivir de nuestro lado del borde, del límite de la integración, y a quienes relegamos al afuera, por más que llore y patalee. Como el domador del circo, somos los que hacen que el diferente se entigre otra vez, y nos quejamos si nos lo traen demasiado cerca. No lo deseamos muerto, pero sí en otra parte: en otro barrio, en otra escuela.

Viviana Ruíz es sin duda una gran puestista, y este caso no es la excepción: la puesta en escena permite que el plano escénico sea dinámico, que se exploten los espacios al extremo, y que pocos elementos traigan al escenario un aroma que remite indudablemente al autor del cuento original. El diseño escenográfico es de Estefanía Fernández, y se destaca por sencillo y funcional. Oportunos también resultan los aportes de la música original de Federico Moyano, las notas percusivas y coreográficas con reminiscencias tribales.

Integran el elenco Javier Bosotina, Paula Eizmendi, Leandro González, Violeta Romero y Cristina Strifezza. Como quien prueba un vino, diría que el sabor en boca es triste. Triste como el monólogo del tigre que fue niño expulsado, y nos avisa que la bestia anda suelta. Triste como las mujeres de la cooperadora escolar, que quieren al otro excluido, pero no quieren ver los golpes. Más triste aun, cuando le ponemos cara al diferente que evocamos, y sospechamos que esconde dentro la ferocidad latente, porque tiene -como Darién- el pelo duro y los ojos achinados. Quizá sea porque todos somos – en definitiva- cachorros salvajes amamantados: algunos, con mejor suerte.

Adriana Derosa.