Por Adriana Derosa
Hace muchos, muchos años, cuando éramos pibes y mi barrio se dividía entre los de acá y los porteños –esos que venían a habitar casas en diciembre y se iban en marzo- recibí una pregunta de un recién llegado que resonó en mi cabeza durante años. Un jovencito de ojotas, que había llegado el día anterior y lucía muy orondo la espalda enrojecida -en una época en la que no existía nada parecido al protector solar- me miró con cierto desdén y me dijo: “Qué…¿ustedes viven acá todo el año? ¿y qué hacen?”.
En su mundo acotado y breve, la ciudad de sus amores estivales tenía una cortina metálica que se levantaba cuando él llegaba, y se bajaba para escoltar su salida. Una especie de escenografía plegable que la naturaleza dedicaba únicamente a su diversión, y a extender tickets de consumo que su familia pagaría. ¿Qué más? ¿Qué otra cosa podía tener que hacer alguien que trabajar para su llegada? Recién ese día, y después de mi perorata, el chiquito entendió que acá vivía gente que no estaba de veraneo, y que esa gente tenía una identidad de 365 días.
Hace pocos días, junto con la noticia de fusionar todas las áreas de Cultura y subordinarlas a los requerimientos del Emtur, Ente Municipal de Turismo, el recuerdo volvía a mi mente. Como si el enorme despliegue de manifestaciones culturales que devienen de una población tan vasta y heterogénea como la del partido de General Pueyrredon se limitara a las de una coqueta Comisión de Fiestas de los vendedores de servicios turísticos. Un grupo de señoras y señores que tienen la misión de desplegar los banderines de la kermese que vende sombra en los kilómetros de playa que deberían pertenecernos.
Pero resulta que las políticas culturales que debería llevar adelante el funcionario de Cultura son un poco más complicadas que esto. El secretario de Cultura, subsecretario, director o como queramos llamar al responsable, debe desvelarse buscando las maneras de fomentar la creación artística de y para esta población, pero también de desarrollar las industrias culturales, que son hoy un tema de agenda.
Pero además, debe buscar estrategias para que todos los vecinos de la ciudad, en su diversidad y pluralidad de intereses, accedan a esas creaciones y así conozcan el acervo cultural local. Le agrego más datos, esto tampoco es todo: el Estado en su especificidad cultural tiene que articular con el sector privado para estimular las inversiones, con el fin de empujar hacia adelante la innovación y la disrupción en materia artística, lo que lograría que desarrollemos la llamada Economía Naranja, también en permanente agenda (se trata del dinero que se genera cuando el valor agregado de los bienes proviene de la creación artística e intelectual).
Pero esto tampoco es todo, porque todo aquello que logremos producir, también hay que difundirlo, hacerlo conocer afuera de la ciudad y así generar un intercambio con otras jurisdicciones para que todos crezcamos. Para esto hay que establecer convenios con todos los estamentos posibles, lo que nos permitiría circular, movernos y además formarnos. No olvidemos que la ciudad tiene instituciones que forman artistas en carreras terciarias de grado en todas las disciplinas, profesionales que cada año llegan al ruedo y comienzan a buscar oportunidades de mostrarse y agruparse.
Nacimos en una ciudad con playa, innegablemente. Pero somos un pueblo con un patrimonio cultural propio que no cesa de diversificarse y reinventarse cada día: alcanza con mirar las carteleras y las acciones diarias de cientos de artistas que hacen circular una economía a espaldas de un Estado que ni los mira. Un Estado municipal que solo aparece para restar, para cerrar y para achicar. El Estado municipal que resta es el que cerró las dos salas del Centro Cultural Soriano, que fueron alguna vez el faro de desarrollo para el teatro local y para las presentaciones musicales. Es el que ni aparece por los barrios, ni se ocupa de saber lo que sucede en los centros culturales que administran los particulares. Es el mismo que no pudo siquiera alquilar un colectivo para que una delegación local llegara a tiempo a competir en los Bonaerenses. Un Estado municipal tan básico que aparece para pararse en la ruta 2 y contar cuántos entraron. Porque solo conoce la política del “palo y a la bolsa”.