La cosa fue en los hostiles noventa, hace como veinticinco años. En el verano marplatense se había desatado uno de esos temporales repentinos q no había podido predecir ni todo el Servicio Meteorológico junto con las imágenes de satélite: toda la ciudad estaba colapsada de agua. Caían literales baldazos que habían hecho de la ruta 11 un océano amenazante, y fue entonces que terminaron en mi casa -aguantando la tarde nefasta- todos los integrantes de un equipo de artistas que venían de trabajar en un balneario del sur. Nuestras edades no eran muy distintas, pero  yo era grande al lado de ese Guillermo Yanícola que abrazaba su mochila, agradecía la toalla y el mate caliente que cebaba alguien. Era un Yanícola mucho más joven que todos los que habitaron la Bella Dispersione, claro. Todos nos reíamos al leer la alegoría que el clima acababa de regalarnos: la mayoría de los artistas hacía equilibrio para no naufragar del todo en una temporada rotundamente menemista que nos iba a hundir en el fango.

Este Yanícola tenía ya en la cabeza un germen que lo llevaría a inaugurar una identidad única en la dramaturgia local. Enrollado en el sillón, junto a su compañera de elenco -Carina Zelaschi- quizá ya estaba leyendo al mundo desde ese sitio tan diferente que lo convertiría en el autor, el actor, el músico. El único que podía imaginar aquel fracaso estrepitoso del espectáculo costero que no fue como una fiesta, a la que –simplemente- todos los demás habían faltado. El que podía hacer un espectáculo de una escena con micrófonos vacantes. El que podía desgranar la historia de los muchos Yanícolas que vivían en él.

Quizá ya por entonces haya escuchado a una pareja dispararse con palabras, y gritarlas al vacío para llenar el silencio insoportable de una casa que encierra y ahoga. Quizá ya en aquel momento fuera el único capaz de trazar como nadie unas líneas de tiempo agobiantes e insistentes capaces de desarmar los vínculos humanos, hasta que cada palabra ruede por la escena poniendo en duda su mismo sentido.

Quizá ya entonces, en el Yanícola joven que sobrevivía a la inundación en mi sofá junto a Carina, habitaba el autor que hacía un uso magistral de las frases hechas, y que con eso demostraba que no decían nada, porque habían sido dichas y escritas por otro, en otro lugar y en otro momento. Quizá en aquel silencio de pibe estaba el autor que supo mostrar cómo a veces el lenguaje puede servir únicamente para ganar una pulseada, como si fuera el sonido de una licuadora molesta en una pelea conyugal.

Quizá ya miraba los escalones de mi casa, y pensaba en las posibilidades de hacer teatro en la suya, quizá los aires helados de la tormenta lo llevaron a pensar “Por qué las casas se enfrían”, y a ponerle la música de Roberto Carlos, entre tanta nostalgia.

Solamente Yanícola pudo escribir “Floresta”, y dejarnos ver una mujer que escarba una caja de escombros buscando una explicación para una vida sin sentido. Solamente él podía crear personajes que transitaran por la línea del tiempo como funambulistas, malabaristas de la escena. Sólo él pudo morir al arrancar septiembre, y quedarse para siempre con el nombre del mes para él solo. Únicamente él pudo llevarse el mes de la primavera, e irse a la vez que cumplía los años. Qué Disparate.

 

Adriana Derosa.