El proceso involucra a otras siete mujeres acusadas de encubrir las violaciones cometidas en un instituto religioso para niños sordos.

Una de las investigaciones más escalofriantes sobre abusos sexuales eclesiásticos cometidos en Argentina comenzó esta semana un capítulo crucial con el inicio del juicio a dos monjas, que están acusadas de haber participado en el circuito de agresiones que padecieron durante años decenas de niñas y niños sordos en el Instituto Antonio Próvolo, ubicado en la provincia de Mendoza.

Por este caso, que ha tenido impacto internacional, en noviembre de 2019 fueron condenados los curas Nicola Corradi y Horacio Corbacho y el jardinero Armando Gómez. Durante el juicio se comprobaron 28 hechos de ataques y torturas sexuales en contra de 11 menores que tenían entre siete y 17 años de edad.

Ahora es el turno de Kosaka Kumiko, una monja japonesa de 46 años que fue detenida en 2017, después de haber permanecido prófuga, y que desde entonces enfrenta prisión domiciliaria en un convento.

La monja comenzó a trabajar en el Próvolo en 2007 y, de acuerdo con los testimonios de las víctimas, era quien las llevaba con los curas abusadores. Para ello, elegía a los niños más sumisos, a los que menos podían defenderse; les ponía pañales para cubrir las pruebas de las violaciones y también abusaba sexualmente de las niñas o les pedía que se tocaran entre ellas para verlas. Por eso enfrenta los cargos más graves: abuso sexual agravado, corrupción de menores y partícipe primaria por omisión.

La otra monja acusada es Asunción Martínez, de 53 años y oriunda de Paraguay. Ella trabajaba en el Próvolo desde 1997 y durante el juicio a los sacerdotes declaró como testigo, pero luego quedó imputada como “partícipe primaria” de abuso sexual porque una de las víctimas reveló que le contaba las violaciones sufridas, y la religiosa, en lugar de hacer la denuncia, las llevaba con un médico.

El resto de las acusadas son la representante legal Graciela Pascual; las exdirectoras del Instituto, Gladys Pinacca, Valeska Quintana, Cristina Leguiza y Laura Gaetán; la psicóloga Cecilia Raffo y la cocinera Noemí Paz. Se les imputa como “partícipes necesarias y/o secundarias por omisión”, ya que jamás denunciaron los abusos.

Maniobras
Después de que el juicio fuera postergado en diversas ocasiones por la pandemia, finalmente el tribunal comenzó las audiencias del lunes, de manera virtual. Se prevé que durará por lo menos cuatro meses, así que en septiembre podría conocerse el fallo de los jueces Horacio Cadile, Gabriela Urciolo y Rafael Escott.

El abogado de las monjas, Carlos Varela Álvarez, intentó una última maniobra al pedir la nulidad del proceso, lo que fue rechazado, al igual que su petición para que Cadile fuera apartado del juicio por supuesta parcialidad.

La defensa de las religiosas se centrará en impugnar las interpretaciones del lenguaje de señas en el que declararon las víctimas. El abogado también adelantó que no se deben tomar en cuenta los testimonios que permitieron las condenas a los curas en 2019 porque, por más que se haya mencionado a las monjas, ese fue otro proceso. “Nuestra pelea es derrumbar la historia oficial”, advirtió.

Los testimonios, sin embargo, son contundentes. Y forman parte de la sólida y larga cadena de encubrimientos de abusos sexuales cometidos por representantes de la Iglesia Católica alrededor de todo el mundo.

En este caso, se centran solamente en una de las sedes del Instituto Antonio Próvolo, que depende de La Compañía de las Hermanas de María, una orden religiosa que supuestamente protege a niños sordos, a quienes recibe como internos permanentes. Pero, en lugar de sostenerlos y educarlos, los abusaron sexualmente de manera sistemática.

El terror
Las denuncias por abuso sexual sufrido por los menores del Próvolo se remontan a las décadas del 50 y 70 en la sede del Instituto en la ciudad de Verona, Italia, pero las autoridades eclesiásticas, en lugar de investigar y sancionar a los sacerdotes involucrados, los trasladaban de región o de país para encubrirlos. Lo mismo han hecho durante décadas contra todos los religiosos imputados, sin importar el país del que se trate.
Uno de los curas italianos señalado era Nicola Corradi. Por eso lo trasladaron a Argentina a principios de los años 70. A pesar de las denuncias por abuso, lo pusieron al frente del Próvolo de la ciudad de La Plata, en donde siguió cometiendo todo tipo de aberraciones contra niñas, niños y adolescentes.

Las acusaciones se repitieron. Y otra vez, en lugar de ser investigado, Corradi siguió contando con la protección de la Iglesia, que ahora lo mandó al Próvolo de Mendoza, en donde volvió a armar una red de abusos en la que participaron otros curas, las monjas y personal del Instituto.

La impunidad fue tal que Corradi dirigió el Próvolo desde 1998 hasta 2016, el año en el que, ahora sí, gracias a la insistencia y los testimonios de las víctimas y de sus familiares, fue detenido y comenzó un proceso que develó el horror que padecieron decenas de menores a cuya vulnerabilidad se sumaba su condición de hipoacúsicos y, en su mayoría, provenientes de familias de escasos recursos.

Durante el juicio en contra de Corradi, el cura Horacio Corbacho y el jardinero Armando Gómez, de 49, los sobrevivientes contaron en lenguaje de señas cómo los obligaban a practicarles sexo oral, los amarraban para violarlos, los abusaban en grupo o los forzaban a tener sexo entre ellos.

El primer proceso derivado de las acusaciones concluyó en 2018 con la condena a 10 años de cárcel de Jorge Bordón, un ex monaguillo que reconoció ocho hechos de abuso sexual. Un año más tarde, por fin, llegó el turno de Corradi.

A sus 82 años y postrado en silla de ruedas, Corradi fue condenado a 42 años de prisión; Corbacho, a 45; y el jardinero, a 18. Ahora, les toca a las monjas y a las otras siete empleadas del Instituto que se sumaron a una red de pedofilia que, después de décadas, pudo ser desbaratada.

Cecilia González-RT