por Karen Sieben

El bondi, parado frente a mí en el semáforo, no abría sus puertas. No era la primera vez que sucedía. Es casi cotidiano, y todos los que utilizamos el transporte público, sobre todo durante la mañana, muy temprano, sabemos que es así con frecuencia. No entraba un alfiler y podía verse como la gente se apretujaba dentro.

Mientras yo me autocompadecía, lamentándome de mi propia pobreza, el chófer me observaba. Cuando el semáforo se puso en verde, entonces, decidió abrir las puertas. “Vení seño, subí como puedas”, se apiadó de mí, llamándome con la mano.

Reitero, no entraba un alfiler. Hombres, mujeres y niños intentaban encajar cuál rompecabezas, amontonados, encimados, colgados o a upa. Ni boleto llegaba a pedir, no alcanzaba a estirar mi mano hasta el chófer. “Cuidado que cierro”, expresó. Y detrás de la puerta que se cerraba, se quedaron sobre la vereda mis esperanzas de un año mejor.

En cada parada bajaba y volvía a subir los tres escalones para que otros pasajeros puedan pasar. Aún así parecía ser que nunca se hacía espacio. Viajamos como ganado, como tantas veces se oye decir, y es literal.

Comencé a imaginarnos a todos como tal cosa…

En esa autopercepción gris y negacionista me encontraba, cuando de pronto escuché:-“Vení, sentate que yo ya bajo”. Era un alma noble que ocupaba el primer asiento. Creo que debería maquillarme o algo…mi aspecto debe dar pena hoy, pensé. Agradecí y me senté.

No sé por qué debería sentarme yo…si somos tantos, todos en la misma triste situación, me culpaba internamente. Mi nombre es Karen, pero eso ni importa. Soy docente y periodista, y marplatense de toda la vida. Pero podría ser vos, o ser ella, o ser turista…

En el espejo retrovisor del frente del colectivo podía verme…mi guardapolvo gris y desgastado combinando perfectamente con mi rostro, haciendo juego con las mañanas de febrero en el 221.

No es fácil. Y esperá que llegue el invierno y lo tomemos (si frena y abre sus puertas benditas) de noche bajo la lluvia.