En los últimos años han alcanzado varias metas en materia de derechos laborales. Ahora necesitan que las firmas para las que trabajan propongan alternativas frente a su peligrosa situación.

En la última década, Myanmar ha visto cómo se desarrollaba su economía gracias a la producción textil. Hoy es, después de la agricultura, su gran motor económico, en parte gracias a su proximidad con China y, sobre todo, porque la mano de obra es, junto a la de Bangladesh, la más barata del mundo. Aunque no se puede hablar literalmente de explotación: la renta per cápita de Birmania es de unos 1200 euros de media y, en 2018, los sindicatos consiguieron que se pagara, al menos, un sueldo base de 900 euros a las trabajadoras textiles. En femenino, porque ellas representan casi un 90% de la fuerza de trabajo en este sector.

Pero, como fueron de los últimos en llegar a ostentar el apelativo de ‘fábrica textil del mundo’, también han sido los primeros en sufrir las consecuencias del último año: la pandemia se cebó con todos los talleres del sudeste asiático, pero principalmente con los suyos: un estudio realizado en noviembre de 2020 por Workers Right Consortium, una organización que aboga por los derechos laborales en la industria textil, llegó a la conclusión de que más del 70% de los trabajadores de la zona habían visto cómo sus salarios eran recortados o directamente dejaban de existir, no solo por los meses de confinamiento obligado, también por la cancelación de encargos (ya hechos) de múltiples marcas occidentales a los proveedores.

«Los trabajadores no se están muriendo por covid, se están muriendo de hambre», declaraba la activista Livia Firh en una entrevista a S Moda. Fue entonces cuando, por fin, el mundo despertó, y surgieron iniciativas como «Who made your clothes» (quién ha hecho tu ropa) o «Paga tu deuda’ reclamando justicia. De hecho, un reportaje reciente en The Guardian señalaba cómo en Myanmar, en concreto, muchas de estas mujeres, las mismas que lograron en 2018 que se les reconocieran sus derechos laborales y que son, en su mayoría, las proveedoras del sustento de su familia, habían tenido que reucrrir a la prostitución en este último año para salir adelante.

Ahora su historia se complica todavía más. Desde el golpe de Estado del 1 febrero (que ya se ha cobrado casi 200 muertos y más de 20.000 detenidos), las trabajadoras del sector textil se han echado a la calle para liderar el movimiento por el restablecimiento de la democracia.

Han organizado manifestaciones ataviadas con cascos de obra de colores y muchas se han refugiado en las sedes de sus respectivos sindicatos. Algunas líderes, como Moe Sandar Myint, portavoz de la Federación sindical de trabajadoras textiles de Myanmar, han tenido que huir de sus casas por temor a represalias.

Para un país que exporta casi 6.000 millones de euros en prendas, según datos de la Cámara de Comercio, la labor de estas mujeres es (o debería ser) crucial. De ahí que la mejor vía de protesta sea la huelga. Y la peor, porque los dueños de las fábricas, proveedores de firmas occidentales y asiáticas, están tomando represalias.

El pasado lunes más de mil trabajadores textiles, en su mayoría mujeres, fueron encerrados en contra de su voluntad en la fábrica GY Sen, que supuestamente trabaja para marcas europeas. Son estas marcas las únicas que pueden hacer algo. Cuando estallaron las protestas, las trabajadoras enviaron una carta a las enseñas principales para las que trabajan: «Creemos que dada nuestra situación política actual, y teniendo en cuenta que todas están desarrollando su ‘responsabilidad corporativa’, lo menos que pueden hacer es defender neustro derecho básico a la libertad de expresión», afirman en el escrito.

Pocas, por el momento, han tomado medidas. Algunas han cancelado sus pedidos, como forma de presión para que los propietarios accedan a las reivindicaciones; otras, como H&M, han condenado el golpe y se plantean tomar algún tipo de medida.»Por ahora hemos pausado los pedidos. Estamos consultando con la ONU cómo proceder», declaraba en un comunicado Serkan Tanka, portavoz de la firma en el país.

Las alternativas son, cuanto menos, complicadas. Ninguna marca tiene fábricas propias en estos países, solo una red de proveedores nacionales que ejecutan sus peticiones y que se rigen por sus propias leyes (o, en este caso, por la ausencia de las mismas).

Por otro lado, la cancelación de los pedidos puede servir de advertencia a los dueños de las plantas textiles, pero también puede causar el efecto contrario. Se necesita producir para sobrevivir. «Pero sabemos por experiencia que ellas tienen mucha influencia sobre las decisiones de sus empresarios. Lo que pedimos es que se posicionen para que ninguna trabajadora sea despedida», escribe el colectivo en su carta abierta.

En Myanmar hay casi un millón de mujeres dedicadas a la confección que, en los últimos años, han ido organizándose para alcanzar derechos laborales comoi un salario mínimo y un horario regulado. «Ahora estamos luchando por todo el país, no somos perosnas pasivas.

Necesitamos democracia porque necesitamos derechos», comentaban las tres principales líderes de las protestas, Ma Moe Sandar Myint, Ma Ei Ei Phyu Ma y Tin Tin Wai en una entrevista con Jacobin pocos días después de producirse el golpe militar.

Hoy las tres se encuentran amenzadas por la justicia mientras sus compañeras siguen saliendo cada día a la calle (o a la puerta de la fábrica) con pancartas que piden que las marcas usen sus enormes altavoces para denunciar su situación ante el mundo. No se trata solo de un ejercicio ético; sin ellas, a fin de cuentas, no podrían sustentar sus enormes volumenes de producción.

Por LETICIA GARCÍA-elpaís