¿Se puede fundar la historia hilvanando retazos bordados, diferentes tramas, puntadas y colores?¿Se puede encontrar en lo heterogéneo la línea del hilo que sostiene las piezas diferentes, las que vienen de manos lejanas y diversas? ¿Es posible encontrar la voz que las sostenga?

Como el amplio compendio de fragmentos de tela bordados por las almas anónimas, las que fundaron un sostén de la memoria en el paño que se exhibe a la mirada de los espectadores, así la voz de quien cuenta se hace cordón de ligazón entre los textos que varían en trama y color, y construye la narración desde la diversidad. Uniendo fragmentos que van de lo verídico del lenguaje periodístico hacia la ficción ancestral de La Odisea, la narradora le pone el cuerpo a una historia que recorre el tiempo a su gusto. A su necesidad. Al ritmo moroso de sus pies descalzos.

Con texto y dirección compartidas por Marcelo Marán y Cecilia Dángelo, Penélope es una de las caras de esa voz, y es la mujer que cuestiona los hechos que se han hecho dignos se ser contados. Porque la memoria histórica ha cantado las hazañas del héroe y no la templanza de la reina. Ha narrado la desventura del navegante, y no el destino amarrado de Circe ni el de Calipso. La voz de la valentía es siempre masculina, y las mujeres de La Odisea son obligadas a hablar de hombres.

La puesta en escena de “Penélope en viaje” es sutil y mesurada, como lo es la actuación de Carina Zelaschi: hay un único trasto escénico que alcanza para mostrar la economía del arte y la efectividad de los recursos. Pero la voz de la mujer es la que hace la diferencia.

Ella es la que narra y acuna. Ella, la que conoce las destrezas del relato oral y se vuelve rapsoda de la antigua Grecia, preguntándole al público qué es lo que merece ser contado. Una mujer sola con la voz y con el cuerpo, para contar otra historia “como nadie sabe”, repite como un mantra. Una Penélope que despliega las velas porque se ha cansado de tanta palabra ajena. E inicia el viaje.

Adriana Derosa