En la votación de investidura más ajustada de la democracia española reciente, una mayoría del Congreso de los Diputados españoles logró investir presidente del Gobierno a Pedro Sánchez.

El socialista debió esperar casi dos meses desde las últimas elecciones del 10 de noviembre para reunir los apoyos que lo confirmaran al frente de La Moncloa, y al frente de un Ejecutivo en plenitud de sus funciones. Primero, estableciendo un acuerdo de Gobierno de coalición con Unidas Podemos, la fuerza que lidera Pablo Iglesias. Más tarde, y en un proceso que se extendió por unas tres semanas, sellando un acuerdo con la fuerza soberanista Esquerra Republicana de Catalunya.

Los dos acuerdos impulsados por el PSOE han sido en parte inéditos, y también arriesgados, en un país donde las fuerzas de derecha agitan el fantasma del quiebre territorial de España o el advenimiento del “comunismo” cada vez que las fuerzas de izquierda plantean un programa progresista o apelan al diálogo para resolver las tensiones soberanistas que sufre el país. Esta vez, con mayor vehemencia por el crecimiento del partido de ultraderecha, Vox, que ha hundido a Ciudadanos y empuja a límites más radicales al Partido Popular de Pablo Casado.

La abstención de Esquerra Republicana de Catalunya, la clave
167 es el número de diputados que hizo posible (solo dos más que la oposición) el nombramiento de Sánchez. Una mayoría que reunió al PSOE, Unidas Podemos y a fuerzas regionalistas. Sin embargo, en esa suma no estaba la llave de la investidura. Esa llave permaneció siempre en las manos del líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Oriol Junqueras, que con la abstención de su fuerza permitiría el resultado favorable de Sánchez.

Y esa necesidad esencial del candidato socialista endureció la posición de Esquerra Republicana, al punto de llevar sus exigencias a la creación de una mesa entre Gobiernos (español y catalán) para abordar sin líneas rojas el conflicto político en Cataluña. Esquerra Republicana utilizó el encarcelamiento de su líder, las manifestaciones que motivó el fallo condenatorio a los dirigentes que organizaron el referéndum ilegal de 2017 y el respaldo que los tribunales europeos le dieron a Junqueras y a Carles Puigdemont (expresidente de la Generalitat), quienes fueron impedidos de asumir su cargo de eurodiputados.

La derecha en pie de guerra
Si bien ese acuerdo entre el PSOE y Esquerra Republicana suponía una novedad ante el inmovilismo del Partido Popular durante los últimos años, las fuerzas conservadoras del país iban a intentarlo todo para impedirlo. Su única solución seguía siendo el combo de represión y acciones judiciales, una receta que llevó el conflicto catalán a su agudización más crítica desde el regreso a la democracia.

Pero la oposición de las fuerzas conservadoras no sería solo frente a Cataluña. También con Unidas Podemos. Desde hace meses, Pablo Casado se refirió a esa alianza como Gobierno Frankenstein, y se cansó de insistir en que los “comunistas” de Iglesias llevarían el país a la quiebra económica. No pocos medios le siguieron el juego, y hasta el día de hoy llamaron a los diputados favorables a Sánchez a hacer un voto de “conciencia” y rechazar su investidura.

La jugada no resultó, al igual que inflamar la situación de Cataluña o agitar el fantasma de ETA, y Sánchez atravesó el desfiladero de una votación tan ajustada que debió presentarse una diputada enferma de cáncer (que se había ausentado el domingo en la primera votación) para que el líder socialista no dependiera de un solo voto.

Sin dudas, en la mente de Sánchez habrán vuelto en más de una ocasión los momentos en que decidió apostar a unas segundas elecciones para aumentar la base de apoyos al PSOE. Algo que no sucedió, al contrario. Tras las elecciones de abril, una coalición de socialistas y podemitas habría salido adelante con votos regionalistas y partidos menos exigentes (en su independencia) como el Partido Nacionalista Vasco. Pero las encuestas decían otra cosa; en teoría.

Por Agustín Fontenla