No me pidan que elija. No puedo. Trato de esquivar esas eternas discusiones que a los argentinos nos gusta generar. “Pero elegí, quién te gusta más?” te espetan en tono desafiante. No puedo muchachos. Se que no son iguales. Que cada uno tiene sus características bien marcadas. Pero en mí ellos generan lo mismo.

A uno lo disfruté en otra etapa de mi vida. En la que todo estaba por venir y a flor de piel. Lo disfruté en esos fines de semana en los que había que sintonizar Canal 10 para ver la previa con Juan Carlos Morales y disfrutar como con el humilde Nápoli ponía en jaque el norte poderoso de Italia. Me emocionaba su irreverencia.

Ni hablar cuando se ponía la camiseta de la Selección. Tenía once años en 1986 y disfruté ese Mundial. Pero lloré cuando armó la jugada para el gol de Caniggia contra Brasil o cuando pudo dejar atrás el penal errado ante Yugoslavia en 1990. Ese golazo de “flipper” contra Grecia, en 1994, fue de los que más grité. No valía un campeonato ni un pase de ronda. Lo grité por él, porque disfrutaba la revancha que le estaba dando el fútbol.

Se que entre ellos no se parecen fuera de la cancha. Y que su forma de tratar la pelota, su estilo dentro del campo de juego, también es otro. Pero en mí provocan lo mismo.

Nunca creí que alguien me iba a poder generar la misma emoción. Mucho menos cuando empecé a trabajar en la redacción. El trabajo te curte en muchos aspectos, te limita las pasiones de la adolescencia. No hay mucho tiempo para festejos ni para lamentos. Primero está la obligación de contarle a otros lo que pasó. Más aún en época de la noticia online.

Sin embargo, este pibe me deslumbró en 2005, en aquel Mundial Juvenil. Y me maravilló siguiendo sus hazañas con Barcelona. Es verdad que le costó hallarse en la Selección. A la que eligió siempre y donde vino cada vez que pudo, pese a los resultados esquivos y las críticas encarnizadas.

El título conseguido ante Brasil en el Maracaná fue un bálsamo. Y sirvió para ver que son millones los que, como uno, quieren que a ese pibe que “es millonario y nunca jugó en el fútbol de Argentina” le vaya bien. Sus compañeros de equipo fueron los privilegiados que pudieron correr a abrazarlo ni bien el árbitro pitó el final en el templo carioca. Ellos también habían sido campeones de América. Pero parecía que primero se alegraban por él.

En Qatar la cosa no empezó bien. Y se sabe que, cuando las cosas no salen, el primer apuntado siempre es él. Volvieron a escena aquellos que buscan confrontarlos, medirlos, buscando obsesivamente la incómoda comparación.
Contra México no era un partido más. La situación, tras la derrota en el debut, había dejado a la Selección otra vez con una mochila gigante de presión. Esta vez, como en aquel Mundial de Estados Unidos, pude ver el partido sólo, en casa. Y lo viví con los mismos nervios de aquel adolescente.

No recuerdo haber gritado tanto un gol en los últimos años como el que abrió el camino de la victoria ante México. Y creo que un gol de la Selección no tocaba en mi esa fibra íntima de la emoción desde aquel contra Grecia en 1994.

De acá en más puede suceder cualquier cosa en Qatar. Es fútbol. Y hay rivales que, probablemente, estén mejor en la actualidad como Francia o Brasil. Pero aún si le toca irse en primera ronda o no llegar a jugar los siete partidos del Mundial, para mi siempre será una de los dos tipos que me emocionaron con una pelota en la zurda y la camiseta de la Selección.

Por eso, no me pidan que elija a uno por sobre el otro. Ni que piense que “nunca va a haber otro igual”. Yo creía eso del jugador que disfruté en mi adolescencia, hasta que apareció este otro, capaz de hacerme saltar del sillón con una jugada o emocionarme con un gol.

Ojalá, cuando el paso del tiempo también nos saque a este de la cancha, surja otro. No va a ser fácil. Ya no me animo a decir imposible como solía hacerlo en la segunda mitad de los 90. Jugadores como ellos inspiran al enorme semillero que significa el fútbol argentino. ¿Quién te dice?

Sí estoy seguro de que nunca voy a caer en la tentación de compararlos. No puedo. Serán distintos ellos, es cierto, pero para mi son lo mismo. Son los dueños de mis emociones futboleras. Las de aquel pibe efervescente y este adulto más aplomado.

por Víctor Molinero / periodista del diario La Capital de Mar del Plata.