¿Para quién hacemos teatro?¿Para nosotros?¿Para nuestros propio entorno?¿ Para nuestros compañeros que han leído los mismos libros y visto las mismas películas que nosotros? ¿Para otro grupo de personas con – sin embargo- las mismas inquietudes que nosotros, que comprende nuestro código y nuestros guiños? ¿Somos, como decía el sociólogo francés Pierre Bourdieu, parte del campo intelectual y por eso nos encanta darnos premios entre nosotros, concurrir a aplaudirnos entre nosotros, formando lo que él llamó la sociedad de bombos mutuos? ¿Eso somos?

Más de una vez, todas estas preguntas asaltan el punto de vista de quien piensa el teatro como material de trabajo, y más ahora que la anticuada división entre el arte popular y el arte oficial ha quedado atrás, en el olvidado cajón del siglo XX. ¿Para quién es entonces?

Hay ocasiones en que la simpleza de una dramaturgia despojada, que va de frente al espectador con una comedia sencilla, hace pensar en que es el momento de formar un nuevo público que se agolpe en las salas.  Ahora es tiempo de acercar personas al teatro, de hablarle al espectador de la calle como lo hace el cine, y decirle que en una butaca de teatro también puede divertirse e identificarse con el complejo conflicto del ser humano de todos los días.

“La obra la pipa de la paz” de Alicia Muñoz es todo eso. Es sencilla, se inscribe en una tradición del teatro nacional, porque los personajes generan el humor a partir de un conflicto familiar de carácter costumbrista. Pero indudablemente, todas y cada una de las personas que se han acercado a presenciar la función lo pasan bien. Ríen con frescura. Intercambian exclamaciones entre ellos y con los personajes, a la manera del viejo teatro popular del que hablan los libros. Esto es ciertamente el teatro de la gente, de la plaza, de todos.

Los personajes son Felisa, una madre posesiva y manipuladora interpretada aquí por Carlos Vega, que resultó ganador del premio Estrella de Mar por su actuación, y Daniel, su paciente hijo, a cargo de Gonzalo Pedalino. Juntos componen escenas en un ambiente austero, donde sin embargo todo el tiempo se come. Felisa sirve, Daniel deglute. Hay que comer para que la madre esté tranquila. Es así.

La historia enfoca la incomunicación humana a través de un diagrama que es familiar, pero podría no serlo, y pone de relieve el incómodo lugar del hijo, cuestionado, desvalorizado en la mirada que ella impone respecto de su trabajo. Daniel es reducido al sitio de mero mediador, objeto de incansables reclamos de una madre que quiere tenerlo todo consigo, aun las cenizas del padre muerto, porque nada la completa. Quiere a todos cerca, pero a la vez se resiste a que la invadan, porque en definitiva sostiene las riendas de un poder matriarcal que es también sufriente.

Y claro que nos reímos de esta atmósfera dolorosa y confusa llena de malos entendidos. Nos reímos porque nos reconocemos, más allá de las cuestiones de género. Nos descubrimos en las frases controladoras y en nuestro afán por no soltar la vida de los hijos.

María Carreras es la responsable de la dirección, y ha optado por poner a Felisa en un actor varón, personaje que -en puestas anteriores- fue encarnado por Betiana Blum y por Mabel Manzotti. La próxima función es este viernes 27 en la sala Nachman del Complejo Auditórium. Para divertirse.

Adriana Derosa

Nota: Hoy 27 de septiembre a las 21 hs en la Sala Gregorio Nachman del Teatro Auditorium se presentara “La pipa de la paz” dirigida por Maria Carreras.