Bajo la dirección de Enrique Baigol, la obra “Emilia” de Claudio Tolcachir  puede verse los jueves en la sala Cuatro Elementos Espacio Teatral, de calle Alberti 2746. Integran el elenco Rosie Alvarez, Pablo Milei, Cecilia Dondero, Leandro González y Martín Cittadino. Cuenta con el diseño de iluminación de Gustavo Mirtincic, operación de luces de Nicolás Maggi, y escenografía de Juan Ignacio Echeverría.

“Emilia” es una historia que incomoda. Sitúa al espectador frente a una familia en el estresante día de la mudanza, y le permite percibir el entramado de las relaciones de poder que se vuelven cada vez más visibles.  Las víctimas y el agresor permanecen  en el interior de la casa, con un afuera que se vive como hostil. Una casa de la que no se sale, y una familia de la que tampoco parece haber caminos de salida.

En medio de esto, el espectador es una visita más. No puede identificarse con ninguno de los integrantes, asiste al dolor de todos y verifica que en este cuadro de agresión familiar no hay ganadores. El personaje de Walter -interpretado por Milei- lleva a indagar en el imaginario social entorno a lo masculino, en las perspectivas tradicionales que se han ocupado de transmitir mandatos de poder, autoridad, fuerza, proveeduría económica y facultades reproductoras, y en el ejercicio de la violencia como ineficaz intento de reafirmación de la virilidad. Un hombre fatalmente violento que nació del abandono,

¿Pero cómo se lleva a escena todo este entramado de sensaciones? En particular, celebro el momento en el que -al ingresar a la sala- percibo que el director ha pensado todos y cada uno de los elementos necesarios para ponerme en la posición en la que quiere tenerme. Es decir, ha sido capaz de iniciar las cosas con un planteo de código que me ubica de un empujón. Me tuerce la cara hacia la perspectiva desde la cual debo mirar el mundo en este momento. Porque ése es el juego que vinimos a jugar. Y ese código se plantea desde la música de sala, los sonidos con los que ingreso y busco mi lugar.

Un trasto escénico rodante que los personajes portan al inicio refuerza la misma sensación: las personas empujan algo para que funcione, y lo hacen con gran esfuerzo. El resto de la puesta aparece sencilla, casi descarnada. Luces que no distraen, que llevan a ver lo que hay que ver, lo que le pasa a la gente

Porque hay una subjetividad colectiva extensa, que está tejida por relaciones impregnadas en posturas asimétricas, y parece legitimar cierto uso de la violencia para sostener esa imagen dotada de poder sobre los demás miembros. El hombre determinado por el mandato social se ser proveedor, protector y potente ejerce la virilidad desde la construcción exterior de un rol que sólo obtiene como retribución la gratitud, pero nunca el amor de la familia. Con Walter todos están agradecidos, pero sólo lo quiere su niñera. Emilia, la que siempre se hace cargo, la que zurce el abandono del hombre.

El arte es mirada que nos lleva, no a subrayar estereotipos, sino a inaugurar nuevas ventanas desde las cuales mirar el mundo. Y yo miré. Miré desde la dicción exquisita de Rosy Alvarez. Miré desde los ojos de un pibe que no sabe dónde ubicarse para que la violencia esta vez no ocurra. Miré desde un hombre hostil que cree estar haciendo lo correcto para que todo funcione, una sensación dual que requiere un actor con oficio, capaz de un in crescendo sutil. Todo eso miré, porque me mostraron cómo hacerlo.

 

Adriana Derosa