Fallecida Evita el 26 de julio de 1952, desde el omnipotente Estado peronista se le brindó un cúmulo de honores y homenajes sin fin que contribuyeron a fortalecer su mito.
Si uno se toma el trabajo de ver las fotos de la capilla ardiente que vela sus restos, llamará la atención la presencia de los símbolos de la fe civil y la fe cristiana, es decir el escudo peronista y la cruz católica, expuestos ambos en un primer plano de igualdad a la vista de los compungidos presentes.
Al respecto hay que retrotraerse a los momentos de su enfermedad y agonía que llevan al pueblo peronista a manifestarse multitudinariamente. Millares de hogares humildes levantan improvisados altares con su foto, estampa o figura y una vela encendida ruega por una pronta recuperación que nunca llegará.
Pese al deceso de la primera dama, a esos altares primitivos que no sucumben se le suman una inmensa cantidad más, que encuentran en Evita las virtudes de una santa. Resulta significativo encontrar en las narraciones de diarios y revistas de época la imagen de Evita asociada a la mismísima Virgen María, o presentada como el “Mesías prometido”, o en dibujos celestiales con aureolas de santo alrededor de su cabeza y con epígrafes que la nombran “Santa Eva de América” o que afirman que “Nuestra mártir del trabajo está ya santificada”.
Como un resultado lógico que se desprende en forma natural de lo explicitado anteriormente, se manifiesta el nuevo rol de Eva Perón, ahora como imprescindible intermediaria entre Perón y los trabajadores; del mismo modo que muchas veces lo es una madre (Eva Perón), entre el padre (Juan Domingo Perón) y sus hijos (todos los trabajadores peronistas).
Esa “maternidad” guarda las características de ser asexuada y sobrenatural. También cobra importancia la permanente exaltación de la belleza y juventud de Evita al momento de su muerte y la idea que subyace en cuanto a ser una elegida de Dios.
Lógicamente toda esta exposición activa el recelo de la jerarquía eclesiástica que no esta dispuesta a compartir el universo santoral (que hasta ese momento tenía en exclusividad), con la llegada de nuevos canonizados por mandato popular que además no responden 100% a sus designios.
En tal sentido debe verse la sutil presión de la Iglesia sobre el Estado para que los altares a Evita pasen a denominarse -desde los medios de comunicación- “altares cívicos” como una manera informal de delimitar lo natural de lo sobrenatural.
Pero el Pueblo con el aval del Estado, sigue adelante con sus homenajes, como por ejemplo, el desfile multitudinario nocturno de antorchas encendidas en memoria de la “Abanderada de los Humildes” ó la amplia organización y movilización que lleva a cabo con el fin de poder edificar el futuro monumento que guardará sus restos. En tal sentido digo, ya no basta recordar sino que también hay que inmortalizar; y esto está en relación directa a los ritos y monumentos necesarios para renovar las significaciones: única manera de que un hecho memorable se vuelva para siempre, con-memorable. Pero todo cambia.
La caída de Perón en 1955, la prohibición de su nombre y el de su mujer a través de un decreto-ley y el robo del cadáver de Evita, serán hitos de la Resistencia Peronista; 18 años de lucha y proscripción, de cárceles y persecuciones, torturas y fusilamientos, “caños” y puebladas que irán sumando una nueva camada de jóvenes resistentes dispuestos a dar la vida si es necesario, por el regreso de Perón.
En tal sentido permanentemente levantarán toda la iconografía de Evita (sus puños crispados que emergen del trajecito sastre, su mirada seria sedienta de justicia, su pelo largo suelto militante) y tomarán como propias las duras consignas que ella en forma permanente le dedicaba a la oligarquía, a los vendepatrias y al imperialismo.
Ya no es la Eva santa de altares y monumentos correspondiente a épocas pacíficas, sino la Evita combatiente que da nombres a ateneos, sindicatos, unidades básicas, agrupaciones y formaciones especiales; aquella que sabía de que hablaba cuando pronunció proféticas palabras: “Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo, y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo se que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”.
Por Roberto Baschetti – http://www.robertobaschetti.com