Vivió en la calle, sabe lo que es el hambre, padeció los latigazos de su abuelo, apenas terminó primer grado, “hombreó” bolsas, “cuereó” nutrias y vendió turrones en el cementerio.

También levantó Quiniela. Más de una vez, fue preso por pelearse con la policía. Lo interesante de la vida de Juan Carlos Gasparini, alias “Chinchu” es que a pesar de su historia, o tal vez por ella, haya sido reelecto por tercera vez como intendente de Roque Pérez, localidad que vio nacer a Juan Domingo Perón, pero tiene una tradición más bien conservadora. “Soy un negro de abajo sin estudios que pudo hacer cosas para los que sufrieron lo que yo sufrí.

Muchos me critican porque les doy laburo a los que nadie emplearía, pero sería un mal parido si no lo hiciera” dijo a P12 en su ciudad natal, donde se hizo la entrevista. Peronista hasta la médula, le debe su apodo al carnicero que de chico lo veía llegar con su bolsita a buscar, con la vaca recién carneada, las vísceras que entonces se regalaban. Paradojas de la vida, hoy “Chinchu” come de todo menos chinchulines.

Después de la elección general del 27 de octubre, Roque Pérez, un distrito de 15 mil habitantes que vive del empleo público, la explotación de aves, vacas, cerdos y de algunas empresas aceiteras concentró la atención de varios medios nacionales que viajaron 135 kilómetros desde Buenos Aires para intentar saber por qué la elección había salido casi empatada.

En el escrutinio definitivo se aclararon los tantos: el “Chinchu” Gasparini le ganó por 11 votos a su rival de Juntos por el Cambio, Juan María Cravero. Un ajustado margen que en el entorno del vencedor atribuyen a una campaña sucia que incluyó instalar la idea de que “Chinchu” se iba a morir porque estuvo mal de salud y a la polarización de la elección, que esta vez no tuvo una tercera opción para los roqueperenses. Lo cierto es que “Chinchu”, que alquila y dice que se divorció más de una vez por priorizar los problemas de la gente de su pueblo antes que los de su casa, volvió a ganar. “Más de una vez me pasó de pagarle la luz a un vecino y llegar a la mía y tenerla cortada”, dijo a este diario en un fragmento de la charla que eligió tener en la Casa de Infancia de Juan Perón, una de las atracciones turísticas de Roque Pérez.

Chinchulín de Bachín

Juan Carlos Gasparini se crió en el seno de una familia pobre. A su madre la veía poco porque trabajaba lejos como empleada de casa de familia y a su padre lo conoció recién a los 46 años. “Lo pude disfrutar nueve meses nada más porque después se murió, lo enterré en el pueblo”, cuenta. La crianza con sus abuelos fue dura, igual que sus condiciones materiales de vida.

–¿Usted fue pobre?

–Sí, me crié en un familia pobre. Y la pobreza me enseñó adversidades que transformé en cosas positivas. Vivíamos en una casa de chapa, vieja, sin piso. Mi colchón era dos o tres bolsas de arpillera cosidas y mi cobija lo mismo. Había chinches, pulgas, lo que te imagines. Mi abuelo, en el último tiempo, nos fajaba a la abuela y a mí. Cuando tenía once años, una tardecita, hubo una fiesta en el Comité Conservador. Yo iba a esas fiestas –a pesar de que ya me sentía peronista– por la comida: nunca me olvido de las empanadas dulces que había. Si podía, me traía algo porque siempre fui un buscavidas. Cuando volví, mi abuelo se enojó porque no le había traído vino y me dio latigazos de lo lindo. Se me acabó la paciencia y fue mi último día en esa casa. Tenía doce años.

–¿Y a dónde fue a esa edad?

–Me fui a vivir con siete perros a la calle, me hice un ranchito con unas cañas y tomaba agua contaminada. Comía salteado. Sé lo que es el hambre, el hambre de verdad. Iba a ver a la vieja cuando no estaba el viejo, al que cuidé cuando estuvo mal. Así estuve tres meses.

–¿Y después?

–Mi cabeza hizo un click y me di cuenta de que tenía que conseguir trabajo. Me fui a vivir con Omar, un vecino muy recto al que siempre le voy a estar agradecido. Hice de todo. Trabajé en un horno a ladrillos, hombreé bolsas, vendía turrones en el cementerio, cazaba nutrias para vender el cuero y para comer. Aprendí de gente más grande que yo. Muchos me critican porque como intendente yo les doy laburo a los que nadie les daría trabajo. Porque yo la pasé. Sería un mal parido si no lo hiciera. Todo el mundo merece una oportunidad.

“Chinchu” no puede elegir un solo momento como el más duro de su vida. Dice que hubo varios. “Cuando manejaba un camión, me agarró el tren y tuve un accidente grande que me llevó a separarme de mi mujer porque no quedé bien de la cabeza. Cuando se murió muy joven la mamá de las dos nenas. Pero siempre me repuse porque me quiero mucho a mí mismo, nunca quise pasar desapercibido y sabía que alguna vez iba a ser intendente”.

El apodo se lo puso el carnicero del barrio, que todavía vive. Juan Carlos, de adolescente, iba con una bolsa a buscar las partes que entonces regalaban de la vaca recién carneada y aún caliente: la cabeza y las vísceras. “Como yo era alto y usaba las alpargatas atadas con cordones, me apodó `chinchulín´. En ese momento me molestaba, pero me di cuenta de que lo tenía que usar a mi favor”. A tal punto lo consiguió que si hoy alguien le dice Juan Carlos no se da da vuelta, sus carteles dicen “Chinchu” Gasparini y la campaña la hizo en una camionetita que bautizó “El Chinuchumóvil”.
Más de una vez dice que estuvo “doblado” pero siempre se levantó. “Las adversidades te pueden volver boludo o inteligente”, afirma.

También confiesa que no ha sido “la Virgen María”. En una época vivió más de noche que de día, frecuentó casinos y fue muy mujeriego. Pero, dicen los que lo conocen, “es tanto lo que hace cada día por los demás que el pueblo sabe todo eso y se lo “perdona”. Igual que su falta de estudios.

La lucha por la intendencia

En paralelo a sus rebusques para sobrevivir, “Chinchu” mantuvo durante 25 años la Unidad Básica Eva Perón. Y en 1997 se le ocurrió que podía pelear para ser concejal. A favor tenía su conocimiento de los problemas del pueblo, adquiridos en parte por haberse criado en la calle. En contra: su déficit en la educación formal, porque sólo pudo terminar lo que entonces era primero inferior. Después, aprendió a leer de corrido durante tres meses con las revistas El Tony y D´Artagnan, pero sabía que pocos iban a apreciar su esfuerzo y que sus contrincantes siempre lo iban a tratar de bruto. No se equivocó. En una reunión con integrantes de otras fuerzas políticas, en las que todos sacaban a relucir sus títulos, cuando le preguntaron a qué se dedicaba, él dijo: “Yo levanto Quiniela ¿O no lo saben todos?”. Contra todos los pronósticos, fue electo concejal por primera vez. Y en 2011 se animó a pelear por la intendencia con el apoyo de su amigo Aníbal Fernández. Ganó. El único que no se debe haber sorprendido del triunfo debe haber sido él mismo. “Desde siempre quise ser intendente, pero yo era el único que lo creía posible ¿Sabés que para firmar yo hago el dibujito de un gato? Alguien me preguntó una vez por qué y le dije: `Porque algún día voy a ser intendente y voy a tener que firmar muchos cheques´”.

Le encanta contar una anécdota del día de la asunción. “A mí la policía me llevaba siempre preso. Nunca por robar, aclaro. Por pelearlos. Cuando asumí, no me pude aguantar y le dije a un subteniente que me pidió permiso para iniciar el desfile: `pensar que antes me llevabas preso todo el tiempo´. Me salió del alma. Ahora me llevo bien con la policía. Por eso a los pibes les digo que no se metan con la cana, que yo estaba equivocado. Creo que una de las cosas que me salvó es haber tenido siempre mucho código. Lo mejor que le puede pasar a un ser humano no es tener plata: es tener crédito. Porque eso siempre te permite levantarte”.

Por Romina Calderaro