El  8 de septiembre 1973, solo tres días antes del golpe que derrocaría a Salvador Allende, el agente de CIA en la embajada de Estados Unidos en Chile, despachó un mensaje urgente.

El cable reservado iba dirigido a la Dirección de Operaciones, especializada en “actividades encubiertas” y anticipaba el plan que iniciaría la dictadura de Augusto Pinochet. El documento llegó a manos de Henry Kissinger, que en la Casa Blanca exclamó: “¿Así que va a haber un golpe en Chile?”.

La operación contra el gobierno socialista se denominó Proyecto Fubelt, nombre clave de las operaciones encubiertas norteamericanas que conjuga dos palabras: “Fu” (así llamaba la CIA a Chile) y “belt” (cinturón, en inglés).

El antecedente se describe en Yo Augusto, la magistral obra de Ernesto Ekaiser que da cuenta de la afinidad que existió entre Estados Unidos y la dictadura chilena. En La Conjura, otra monumental investigación periodística de Mónica González, se despeja cualquier tipo de dudas sobre esa relación. Allí se recuerda que en el Salón Oval de la Casa Blanca, el presidente Richard Nixon le dijo al director de la CIA, Richard Helms: “No hay que dejar ninguna piedra sin mover para obstruir a Allende”.

Tampoco hay dudas en Estados Unidos sobre la participación en el golpe de Chile. El 18 de diciembre de 1975, el Congreso estadounidense presentó las conclusiones del “Comité especial del Senado para el estudio de las operaciones gubernamentales respecto de la inteligencia en Chile (1963-1976)”. El informe que fue promovido por el demócrata Fran Church sobre la revisión de documentos de la CIA, el Departamento de Estado y el Departamento de Defensa, concluyó que concluyó que entre el 5 y el 20 de septiembre de 1970, tras el triunfo democrático de Allende, la CIA organizó 21 reuniones del más alto nivel con Carabineros y miembros de las Fuerzas Armadas de Chile para fomentar el derrocamiento de Allende.

Para esa investigación, Richard Helms, director de la CIA, tuvo que entregar al Congreso las notas que escribió durante las reuniones que mantuvo con el presidente Nixon por esos años. Los escritostampoco dejan dudas: “Salve a Chile, merece la pena. No importa los riesgos que haya que correr”; “Diez millones de dólares disponibles”; “Reventar la economía”; “No meter a la embajada en esto”.

La embajada de Estados Unidos en Chile tampoco tenía dudas sobre el gobierno de Allende. “Chile votó para tener un Estado marxista-leninista, la primera nación del mundo en hacer esta elección libremente”, escribió el embajador norteamericano Edward Korry. “Tendrá un efecto muy grave en América Latina. Hemos sufrido una profunda derrota”, agregó el diplomático en el último de los 18 cables que envió a Washington en la noche del triunfo de Allende.

En las escuchas desclasificadas de la reunión del Consejo de Seguridad Nacional que se celebró el 27 de junio de 1970 en la Casa Blanca, no quedan dudas de la intención de Estados Unidos. “No veo por qué debemos estar pasivos y ser observadores de cómo un país se vuelve comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo”, lanzó Henry Kissinger, el poderoso secretario de Estado de Nixon. “Nos están expulsando de Chile. Tenemos que retener Brasil y mantener Argentina”, agregó el presidente.

A pesar de la inmensa cantidad de pruebas que demuestran la responsabilidad de Washington en el golpe que más impactó en la Guerra Fría interamericana, el gobierno de Estados Unidos no ha realizado ninguna autocrítica por el derrocamiento que produjo más de tres mil muertos en Chile. A 45 años de esa tragedia y con Donald Trump en la Casa Blanca, ninguna mención se ha realizado en Estados Unidos sobre Allende y el 11 de septiembre de América Latina.
Por Rodrigo Lloret-Perfil